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La curiosidad les llevaba a reunirse aquellas tardes interminables de septiembre con el único objetivo de fantasear sobre el origen de los matices dorados que cada otoño los envolvían.
Sentados alrededor de la mesa de mármol destapaban la vieja damajuana vacía y dejaban salir a las ninfas por el mero placer de verlas circunvalar a su alrededor. Disfrutaban tanto que se prometieron volver cada año a aquel lugar y asistir al espectáculo único de la cosecha. Ninguno de ellos faltó jamás a esa cita.

A veces su alma se posaba en un sarmiento y elevaba su copa.
Le gustaba sentir cómo, de inmediato, los pájaros de la memoria acudían a curiosear a su alrededor y sentir como el batir de sus alas aireaba los recuerdos que volvían a ella como si nunca se hubieran marchado.
Renacer era una necesidad que sucedía cada verano y madurar era el espectáculo ofrecido al inicio de cada otoño, en el que el mosto era una puerta a la esperanza, la esencia que, desde el silencio, habría de volver a la luz años más tarde.

Cada otoño, jugando entre los arreboles de las tardes de octubre, lo joven soñaba con hacerse adulto y lo adulto con renovar su compromiso con la vida, y el compromiso de sentir una vez más las caricias de aquellas manos que lo habrían de cuidar a lo largo de los años, hasta que llegase el momento de nacer de nuevo.
Sabía que esa era la única manera de cerrar el círculo. Un círculo virtuoso que daba sentido a una vida en la que no existía ni principio ni fin. En la que todo se sucedía con la cadencia que marcaban las jornadas de sol y las noches de canciones a la luna. En la que el presente estaba siempre más allá del horizonte y donde lo único que tenía sentido era el tiempo que pacientemente iba tomando el color de las horas.

Como cada otoño se acercó al lugar donde la cosecha alimentaba la vida, al lugar donde el sol cobraba sentido, donde la espera se abría y la tierra más yerma entregaba su fruto.
Siempre quiso saber en primera persona del lugar donde las musas oficiaban una atávica liturgia de las horas que, desde laudes hasta vísperas, marcaban la cadencia que abría y cerraba las largas jornadas de vendimia.
Le gustaba ver cómo revoloteaban a su alrededor y cómo relataban historias pasadas de los fríos inviernos y las cálidas primaveras que la hicieron posible.
Disfrutaba escuchándolas una y otra vez. Le hacían revivir la emoción que sintió cada uno de los días que la cuidó.
Cada final era un nuevo principio que abría un nuevo camino. Nunca desesperó, porque sabía que imaginar era el principal alimento del alma.

Dio gracias al sol por haber hecho posible la cosecha. Echó la vista atrás en el tiempo y recordó el instante justo en el que cortaba el primer racimo, el momento en el que la emoción le embargó al sentir que había comenzado la gestación de una nueva vida que habría de alumbrase más allá de donde su corazón era capaz de mirar.
Una gestación silenciosa y larga, en calma, en la que la paciencia y la esperanza serían el camino hacia un futuro posible, la única manera de llegar a término. Una vez más soñó abstraído de tiempos ni espacios, protegido de la noche. Como siempre, lo hizo a plena luz del día.

El sueño era posible si era compartido. La espera era más leve si era soñada por todos. Así, con la promesa de vivir la más dulce de las pasiones, fantaseaban con la posibilidad de que el sol fecundara aquellas ilusiones que, ahora, cubrían la tierra calma.
Nada era más emocionante que la gestación de lo mil veces soñado, nada más excitante que conseguir llegar a la utopía materializada en ocres y dorados, nada más sobrecogedor que asistir en primera persona al alumbramiento de la tierra que los veía crecer. Nada era mayor que su esperanza.

Septiembre era tiempo de vendimia y escuela y eso lo ilusionaba. Recordaba nítidamente que, de niño, esperaba con emoción el momento de la cosecha.
La vendimia era una suerte de ceremonia iniciatica recurrente que marcaba el comienzo de la estación de trabajo.
Le gustaba ir al lagar a ver el trasiego de carros de mulas y algunos tractores que iban y venían cargados de ilusión vestida de dorado y verde.
Ayudar a los mayores en las labores le hacía sentirse parte de una liturgia ancestral que hundía sus raíces en las almas de quienes participaban en ella.
Aprendió a amar la tradición.

Antes de que pudiera darse cuenta, la tierra que había cuidado con el amor que solo ellos eran capaces de concederse, dio su fruto.
Había seguido, con mimo, la pauta heredada de sus mayores. Tenía la certeza de haberlo hecho bien, de haber observado hasta la última de las labores, cada una de las tradiciones que se habían transmitido entre los suyos, de corazón a corazón a lo largo de generaciones.
Así, comprendió que no había mayor recompensa que un futuro materializado en dorados, que el mejor sonido solía ser el silencio húmedo de la bodega y que el sol más grande podía caber en una copa.
La vida se apresuraba mientras él, emocionado, esperaba pacientemente, con la cadencia que marcaba el presente intangible la llegada de un nuevo ciclo de aquel mágico tiempo.

Cada tarde, sentada , esperaba pacientemente que amaneciese en su interior. Desde hacía una eternidad sabía que el sol nacía dentro de las almas justo en el momento en el que, fuera, el ocaso ganaba a la luz.
Era el momento en el que las soleras aprovechaban para reivindicar su estatus, para hacer valer la autoridad que le concedían los años y poner de manifiesto la razón de ser de las vidas que se iniciaban en la oscuridad de aquellas tierras blancas. Tierras que gestaban las vides que habrían de parir cada otoño los racimos que los alimentaban.

Tenía la capacidad de hacer que la primavera se abriera paso entre la lluvia y el viento de otoño, o que el sol cristalizara en plena noche. Así era.
Había nacido, a plena luz, mientras las hojas de los árboles comenzaban a caer suave y lentamente, describiendo caprichosas volutas que hacían imaginar realidades imposibles.
Aunque la esperaba, no se percató de su llegada. Lo hizo descalza, cuando la suavidad de los olores y los colores de las dalias, las hortensias y la salvia se mezclaban con los parduzcos y acres del rastrojo y se iban abriendo con cada uno de sus pasos en medio del más atronador de los silencios.
Al ver la luz, enseguida levantó vuelo en busca de un alma con la que emprender viaje, con la que compartir las mil y una historias vividas durante tanto tiempo de gestación y con la que materializar sueños que, en otro tiempo a causa de la vehemencia de su espíritu inquieto, habían quedado a medio soñar.
Nada fue más emocionante que su encuentro, nada más seductor que su primer cruce de miradas, nada más eterno que la compañía. Desde entonces no se abandonaron jamás.

Comprobó cómo entre el inicio del otoño y el final del verano cabía toda una vida.
El tiempo y el cuidado fueron sus aliados para conseguir cerrar el círculo propiciador de un nuevo alumbramiento que había sido gestado en la calma proporcionada por la oscuridad y el silencio de los años.
Fue su obra, la recreación de cada uno de los rayos de sol que habían construido su memoria. Su mapa para el viaje, el código para desencriptar la realidad, su manera de interpretar el universo en el que habitaba. Así, poco a poco, esperó sin prisas la llegada de un nuevo presente.

A pesar de que sabía que aquellos dorados habían nacido en libertad y que no sobrevivían a las cadenas, buscó la forma de llevarse a casa aquellos rayos de sol.
Soñó que era posible, que los días invertirían generosamente el orden de las horas para hacer que la luz se transformara en esperanza y se materializara en plena noche, de madrugada, cuando los sueños despiertan, cuando otras realidades son posibles, cuando el amor gana la íntima batalla.
Sabía que nada podría frenar la emoción al volverlo a intentar. Por eso esperó pacientemente a que el sol lo invitara de nuevo a soñar.

El verano, siempre hacía que la emoción se desbordase.
La canícula era el zaguán de los primeros arreboles, de los lugares en los que la vida, cada año, se renovaba.
La cosecha no era nada más que hacer que el pasado mutase a presente y , con él, atreverse a construir el futuro. Un futuro sereno y sólido, en silencio, que habría de abrirse paso en la oscuridad, entre el frescor y el olor de la tierra mojada.
La campiña, en septiembre, se convertía en un ir y venir de ilusiones, de manos agrietadas que buscaban el bálsamo de los racimos maduros, de llegadas esperadas, de sueños completados.

Sabía que los vientos próximos al otoño le concederían la oportunidad, una vez más, de materializar sus sueños y, por eso, cada tarde, después de la jornada, se sentaba en la puerta del lagar a esperar que el viento acariciara su cara mientras despedía al sol y bebía una copa de vino viejo.
Contemplaba el ir y venir de las últimas mulas que traían los racimos de la viña y esperaba pacientemente a que la noche hiciera posible un nuevo día.
Habitaba su propio universo, un espacio afectivo que a pesar de su dureza amaba y que él mismo había creado con la ilusión de quien se sabe en posesión del mapa de un único tesoro; de quien se sabe elegido para mantener la tradición ancestral, de quien conoce el secreto para tejer lazos de unión entre lo telúrico y lo espiritual.
Le gustaba soñar inmerso en la emoción que le provocaban las últimas tardes del verano.

Anotaba en aquellos viejos cuadernos cada una de las labores del lagar y, junto a ellas, describía con pulcritud las emociones que provocaban en él, cuando se despertaban de improviso, con un olor, un sabor, un color o la canción que machaconamente tarareaba el capataz.
Casi siempre, su lápiz garabatea sobre las hojas amarillentas, yendo de acá para allá, dibujando algún objeto, alguna herramienta, la venencia que su padre siempre colgaba de la vieja alacena que guardaba los catavinos, o a su galgo.
No sabía cuántas veces había inmortalizado a su galgo, siempre descansando a sus pies, mientras él, sentado en aquella silla de enea, contemplaba el ir y venir bullicioso de los primeros días de septiembre.
Aquellos cuadernos eran más, mucho más, que un diario. Eran la memoria viva de su alma materializada con grafito y, por eso, guardaba cuidadosamente cada uno de ellos. Sabía que, algún día, a través de ellos alguien podría comprender la razón de tanto empeño.
Estaba convencido de que serían la garantía para mantener viva la tradición.

Era su bien más preciado, la materialización de una espera a la que envolvían las cuatro estaciones.
Era el futuro gestado hasta convertirse en presente mientras el pasado, lentamente , se iba abriendo paso entre la calma y la penumbra, allí donde las horas pasaban de una forma pausada y sin prisa, como si quisieran acariciar las almas doradas en las que habría de convertirse.
A pesar de su juventud, había aprendido de sus mayores que solo había un camino posible para ser la auténtica dueña de su historia y que éste no era otro que el del mimo, la espera y la paciencia.
A veces le gustaba fantasear inmersa en los sonidos del lagar en la vendimia, otras aspiraba a pasar desapercibida en el silencio que habitaba entre los cachones de botas donde sabía que vendrían a visitarla nuevas vidas, nuevas ilusiones, nuevas ideas.

Él sabía que era cuestión de tiempo, por eso, cada día esperaba pacientemente a que el sol alumbrase el campo y, así, poder acariciar las nuevas vidas que esperaban a ser alumbradas.
Desde que su memoria era capaz de construir recuerdos, no había faltado ni un solo amanecer a esa cita que, a veces de manera tiránica, tenía engramada de una forma indeleble en su alma.
Siempre pensó que debía apartarse de los cánones establecidos para así poder vivir la emoción de cultivar sus viñas desde la libertad que le otorgaba haber sido capaz de reconstruir el vínculo entre emoción y tradición. Esto, le permitía perpetuar aquel rito mágico, sagrado y ancestral en el que había sido educado y al que, ahora, voluntariamente volvía. Para él, vendimiar desde la tradición era mucho más que recoger la cosecha.

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Cada día construía un espacio en el que no existía pasado ni futuro, solo un presente que giraba infinitamente alrededor de sueños sin horizonte y en el que la palabra era la esencia única de la liturgia oficiada. Una liturgia que daba lugar a la ceremonia iniciática de las vísperas, y en la que los dorados eran la llama encendida con el cirio pascual de la vida.
Conoció biografías que cabían en un suspiro y otras que desbordaban la más larga de las vidas, proyectos gestados que nunca fueron paridos y bautismos de ilusiones que no se engendraron.
El crepúsculo siempre hacía tañer las campanas en su llamada cotidiana al templo.
Ella era la sacerdotisa que custodiaba el secreto mejor guardado, mientras tejía y destejía las horas en silencio.

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Habían crecido juntas. Por eso, ella siempre había confiado en que lo seguirían estando más allá de dónde el tiempo se curvaba, más allá del horizonte que habían sido capaces de construir con un solo futuro.
Se había prometido mantener la tradición de la crianza que había sido transmitida, desde siempre, generación tras generación. Sin prisas, sin alharaca, con la calma de quien se sabe poseedor de un conocimiento ancestral que lo ata a su tierra.
Por eso, a pesar del paso de los años, el recuerdo de las nanas en las frías noches de invierno, las alegrías en los días de primaveras o los fandangos en las tardes de vendimia, seguían alimentando la esperanza de poder narrar, algún día, la leyenda que su alma había creado con sueños.

El horizonte se situaba más allá de lo evidente.
Él siempre había tenido la certeza de que había vida en aquél lugar ignoto donde solo la vista de algunos elegidos era capaz de alcanzar, alejado de los incrédulos y de los que negaban su existencia.
Lo sabía y por eso, al volver del que había sido su viaje vital más emocionante, le gustaba abandonarse a la tarde, rodeado de aquellos a los que le fascinaba escuchar sus relatos sobre la tierra curva, de los que estaban convencidos de que el dorado era el centro del universo, de quienes querían que sus almas renacieran en la sobriedad de las soleras y las criaderas, en la oscuridad y la calma húmeda de la bodega, arrullado por el sonido, machacón y relajante, que produce el trasiego entre las botas.
Siempre creyó que la tradición debía ser transmitida de generación a generación.

© 2015 by Antonio Guerra @antonioguerra.art@gmail.com

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